miércoles, enero 24, 2018

Parra y la posteridad


Por Ignacio Echevarría

Uno de los Artefactos de 1972, incluido en la famosa caja de postales con que Nicanor Parra culminó su asalto y demolición de la institución Poesía, emprendido más de dos décadas antes, es un endecasílabo perfecto: “No se termina nunca de nacer”.

¿Nunca? Se diría que ayer, 23 de enero, Parra puso fin a esa tarea, que a él le llevó 103 años. Pero en su caso sólo fue para dar comienzo a otra, que se vislumbra más larga todavía: la de morir, en el sentido correspondiente al que tenía para él la tarea de nacer cuando escribió aquel artefacto. Pues si se conviene en que nacer uno mismo como individuo cumplido es algo que se prolonga más allá del acto estricto de “venir al mundo”, como suele decirse, morir ha de ser también algo más que “irse de este mundo”, como ayer se fue Nicanor.

Morir: apagarse, desaparecer, borrarse de la memoria de los hombres: tal es el abismo frente al que una humanidad amedrentada ha discurrido toda suerte de puentes destinados en última instancia a derrumbarse pero a cuya precaria consistencia se atribuye el nombre de posteridad.

Ahora que se inaugura –con toda suerte de pomposas declaraciones oficiales– la posteridad de Nicanor Parra, quizá sea un buen momento de preguntarse si él mismo no trabajó siempre contra ella. Un buen momento para cobrar conciencia de que la antipoesía, bien mirada, constituye un proyecto de demolición del sujeto lírico, del propio yo: un radical acto de humildad, de autonegación, que conlleva, en última instancia, la disolución de toda huella personal en el poema, convertido en vehículo expresivo de la comunidad, fruto anónimo de un habla colectiva, de la lengua de la tribu.

De hecho, cabe entender la antipoesía –con su humor a veces negro, su risa tan a menudo trágica, su deriva religiosa, eucarística– como una estrategia para obviar la muerte (obviarla, no resistirse a ella), en la medida en que el poeta vive en sus palabras pero éstas no son ya suyas sino de todos, las de todos.

Allí donde el poeta, en cuanto tal, no llega a existir, mal puede llegar a morir. La antipoesía está encarnada en el decir nuestro de cada día. También la posteridad de Nicanor es una antiposteridad, en cuanto empezó mucho antes que su muerte.

Él mismo se las ingenió para ver cumplido en vida el sueño máximo al que puede aspirar ningún poeta: que llegue el día en que nadie sepa quién es y sus versos sigan diciéndose.

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